Ordinariamente nombramos al Papa de diversas maneras:
Santidad, Santo Padre, Sumo Pontífice, Romano Pontífice, Obispo de Roma.
Curiosamente éste último es el nombre menos utilizado y que, incluso molesta a
algunos eclesiásticos, pero conviene recordar que es el más original y el que
mejor expresa su ministerio.
“El primado del obispo de Roma” es un tema muy importante y tradicional en la teología. Así se señala la primacía del obispo de Roma sobre los demás obispos, pero conviene tener cuidado para no excedernos en la primacía y pensarla de una manera aislada, pues al fin y al cabo es un obispo.
Conviene precisar, para los menos iniciados en el vocabulario teológico, que el “ministerio eclesiástico, de institución divina, es ejercido en diversos órdenes por aquellos que ya desde antiguo vienen llamándose obispos, presbíteros y diáconos” (Lumen Gentium 28). ¿Y los monseñores, arzobispos y cardenales? Ni son de institución divina, ni tienen justificación teológica alguna. Son fruto de la organización eclesiástica, es decir de la institucionalización de la Iglesia, que con el tiempo fue echando mano de escalas de honores y dignidades.
Los obispos se definen como sucesores de los apóstoles: “han sucedido, por institución divina, a los Apóstoles con pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien le envió” (Lumen Gentium 20). Y lo mismo que al frente de los apóstoles puso Jesús a Pedro como cabeza, al frente de los obispos continúa el sucesor de Pedro, que es el obispo de Roma. En cuanto obispo es de institución divina, en cuanto cabeza del colegio, es decisión de Jesús poner al frente de todos a Pedro, y consecuencia lógica que uno de los obispos –históricamente el de Roma- continuara el ministerio de Pedro. Por tanto, llamar obispo de Roma al Papa, no es rebajarlo, sino reivindicar que es ministerio que viene del Señor, y distinguirlo de esos otros títulos de creación humana.
¿Cómo se ha ido entendiendo este primado del obispo de Roma? Pues poco a poco. Desde el principio se atribuyó a la Iglesia de Roma un lugar privilegiado, pero no porque estuviera en la capital del imperio, sino por motivos religiosos: porque allí predicaron y murieron los apóstoles Pedro y Pablo. Muy pronto se habla de la sucesión de Pedro, de la cátedra de Pedro. La Iglesia de Roma y su obispo vienen a ser como una forma ejemplar para las otras iglesias en materia de fe.
Roma es “la que preside en la caridad” (Ignacio de Antioquía), y “con esta Iglesia, debido a su más poderosa principalidad, es menester que esté de acuerdo cada una de las iglesias (S. Ireneo) porque en ella se ha conservado la tradición proveniente de los apóstoles. Por eso dirá S. Ambrosio que estar en comunión con la Iglesia de Roma es garantía de fe.
En el Concilio de Nicea (325) se habla de tres primados: Roma, Antioquía y Alejandría. Y se pone Roma en primer lugar por ser la sede de Pedro y Pablo y por haberse mantenido inmune a las herejías. Y hay que esperar hasta el siglo V para encontrar reclamación de la plenitud de potestad en la Iglesia que realiza el Papa S. León Magno: su magisterio tiene plena autoridad por la asistencia del Espíritu Santo y la sucesión de San Pedro. En Occidente la doctrina del primado se siguió afianzando y desarrollando jurídicamente hasta llegar a la definición solemne del Primado del obispo de Roma en el Concilio de Florencia (1439).
A lo dicho por la tradición y el magisterio de la Iglesia no hay nada que objetar, sino simplemente procurar entenderlo adecuadamente, porque tan malos son los excesos por arriba como por abajo; tan malo es despreciar al sucesor de Pedro y su autoridad como las exaltaciones del primado y la papolatría. Por eso es siempre necesaria y convenitente la lectura del Vaticano II.
El Concilio, en la Lumen Gentium, después de hablar del Misterio de la Iglesia (Cap. I) y del Pueblo de Dios (Cap. II), -el orden no es aleatorio, sino intencionado, porque la Iglesia es ante todo sacramento de salvación y está constituida por todos los fieles- dedica el capítulo III al episcopado. Habla de los obispos como sucesores de los apóstoles (LG 19-20) y del episcopado como sacramento: en la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del orden, y los obispos hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, pastor y Pontífice y actúan en lugar suyo (LG 21).
En este contexto del colegio episcopal y siempre hablando del ministerio de los obispos, es donde el Concilio señala las peculiaridades del obispo de Roma. O sea, ante todo y sobre todo es un obispo, aunque no uno más, sino la cabeza de los obispos, como sucesor de Pedro.
Como obispo de Roma “es el principio y fundamento de perpetuo y visible de unidad, así de los obispos como de la multitud de los fieles” (LG 23). Como sucesor de Pedro (que significa piedra) su misión es dar estabilidad, unidad y cohesión a la Iglesia. Esta es su misión fundamental e irrenunciable. Ahí radica lo esencial del primado de Pedro y sus sucesores. Y no es lo mismo, decía Yves Congar, el primatus que el papatus.
El obispo de Roma es sucesor de Pedro, no de Pío, Gregorio, Juan Pablo o Benedicto. La herencia de los predecesores puede ser muy interesante y beneficiosa, pero el punto de referencia es el apóstol Pedro y él es el modelo a imitar. Y el ministerio de Pedro es un ministerio de servicio. Sencillo, como el pescador de Galilea y conciliador en los momentos de dificultad, como Pedro ante las grandes tensiones de la primera Iglesia en el Concilio de Jerusalén (Hch 15, 7-11). Humilde para aceptar la recriminación de Pablo (Gal 2, 11-17).
Como sucesor de Pedro, no tiene que ser necesariamente jefe de estado, aunque se trate del estado más pequeño del mundo. La historia y situación de la Iglesia en el mundo, puede que recomienden la existencia del Estado del Vaticano, pero eso no pertenece estrictamente a la sucesión de Pedro. Como tampoco es esencial para el sucesor de Pedro ser el Patriarca de Occidente o concentrar en él todas las funciones administrativas de la Iglesia: el nombramiento de obispos, la uniformidad de la liturgia o la legislación canónica, no son necesariamente tareas propias y exclusivas del obispo de Roma. ¿No sería más racional que las tareas administrativas se dividieran en patriarcados, como hace tiempo proponía J. Ratzinger? [1].
Tampoco el obispo de Roma es un obispo universal o un superobispo como si su diócesis fuera el mundo entero. Es obispo de Roma, y desde allí piedra que sostiene y edifica la Iglesia (sin olvidar tampoco que la piedra angular es Cristo). El obispo de Roma no es obispo en todas y cada una de las diócesis del mundo. Cada diócesis tiene su obispo, que en la consagración episcopal ha recibido la misión de enseñar, santificar y regir del mismo Cristo. Es decir, la potestad que recibe de Cristo, la ejerce cada obispo personalmente en nombre de Cristo –no de Papa- y “es potestad propia ordinaria e inmediata”, dice el concilio (LG 27). El Papa, como suprema autoridad, regula el ejercicio de esa potestad, determina el lugar donde se ha de ejercer la potestad pero la potestad es propia ordinaria e inmediata de cada obispo. Es decir, los obispos, en ningún caso no son vicarios o delegados del Romano Pontífice (LG 27).
El ministerio del obispo de Roma, como sucesor de Pedro, hay que entenderlo unido siempre a los demás obispos. Pedro es el primero de los apóstoles, pero apóstol; su sucesor es el primero de los obispos, pero obispo con ellos. Pedro y su sucesor es el principio y fundamento visible de la unidad -decíamos más arriba- el que sobre todo ha recibido el encargo de confirmar en la fe a los hermanos (Lc 22, 32). La unidad es más evidente, y su misión de confirmarlos en la fe es más clara, cuanto más los contemplemos unidos a modo de colegio. Todos recibieron de Cristo el poder de atar y desatar (Mt 18, 17) y Pedro lo recibió personalmente de una manera especial (Mt 16 19), para unir y confirmar en la fe a los hermanos.
La primacía de Pedro y de su sucesor, permite al obispo de Roma actuar personalmente, tomar decisiones o enseñar en nombre propio, pero siempre es cabeza del colegio de los obispos. Por otra parte, nunca deberá suplantar la cabeza a los miembros, y mucho menos actuar en contra del parecer de los obispos, como tampoco los miembros (obispos) son nada sin estar en comunión con la cabeza. ¿Cómo el garante y responsable de la unidad va a despreciar o dificultar la unidad? El esfuerzo por la unidad es de todos, pero lo ha de ser de manera especial del que tiene encomendada de modo especial la tarea.
El concilio Vaticano II consiguió equilibrar el primado del Obispo de Roma y la colegialidad episcopal y creo los cauces para el desarrollo y progreso de ese equilibrio mediante el sínodo de los obispos y las conferencias episcopales. Fue el principio de un camino renovador que parece ser que se detuvo antes de desarrollar todas sus posibilidades. Algunos sugieren que al no reformar la curia y adaptarla a los principios de primado y colegialidad, se ha producido una involución en la que han ganado terreno el centralismo y la estructura administrativa frente a la participación y la colegialidad episcopal, el derecho frente a la teología, la mentalidad de “sociedad perfecta” frente a la Iglesia como sacramento universal de salvación. Y en el fondo de todo esto hay un gravísimo problema ecuménico: el modo de entender y ejercer el primado por parte del sucesor de Pedro es decisivo en el campo de la unidad de los cristianos: puede ser un grave obstáculo o un agente poderoso de la unidad de las iglesias.
Cruz Campos Mariscal
[1]
“El derecho canónico
uniforme, la liturgia uniforme, la provisión uniforme de las sedes episcopales
desde la central romana; todo eso son cosas, que no van necesariamente anejas
al primado como tal, sino que resultan de la estrecha unión de ambos oficios.
Consecuentemente, habría que mirar como tarea para el futuro el distinguir de
nuevo más claramente el verdadero oficio del sucesor de Pedro y el oficio
patriarcal; y, de ser necesario, crear nuevos patriarcados y desmembrarlos de
la Iglesia latina. Admitir la unidad con el papa no significaría ya
incorporarse a una administración uniforme, sino que sería únicamente decir
ajustarse a la unidad de fe y comunión, reconocer al papa la autoridad de
interpretar obligatoriamente la revelación que nos llegó con Cristo y,
consiguientemente, someterse a esa interpretación, cuando se hace en forma
definitoria. Ello quiere decir que una unión con la cristiandad oriental no
debería cambiar nada, lo que se dice nada, en su vida eclesiástica concreta. La
unidad con Roma debería ser en la edificación y realización concreta de la vida
de las comunidades tan exactamente “impalpable” como en la Iglesia antigua” (J.
Ratzinger, El nuevo pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología, Barcelona,
1972, pp. 160-161).